Una práctica muy habitual entre los escritores es ocultar
su verdadera identidad. Ya sea por timidez o cuestiones de marketing muchos
publican o han publicado bajo pseudónimos.
Hubo épocas en que esto no sucedía por capricho sino por
necesidad. Muchas autoras de siglos anteriores por miedo a las consecuencias o
la censura publicaron bajo otro nombre. Como es el caso de Caterina Albert,
escritora de principios del siglo XX, que se vio obligada a convertirse en la
figura masculina de Víctor Catalá al formarse un tremendo escándalo cuando se conoció que uno de sus
poemas había sido escrito por una mujer. Lo mismo le sucedió a Cecilia Böhl de Faber y Larrea, una autora del siglo XVIII que optó por publicar
como Fernán Caballero para no tener que enfrentarse a la problemática de ser
mujer en una sociedad machista y que su obra fuera tomada en serio.
Agatha Christie |
Hay autores, sin
embargo, que utilizan los pseudónimos para crear sellos a modo de marcas de
confianza. A sabiendas de que el lector relaciona un tipo de literatura a un
nombre concreto y espera que el autor permanezca fiel a su estilo utilizan
varios nombres para picotear en distintos géneros. Es el caso de Christiane
Gohl cuyo nombre a lo mejor no os suena pero a quien sus editores recomendaron
un cambio de registro ya que en su país era conocida como “la mujer de los
caballos” por el gran número de obras de esta temática que había escrito. Es la
misma mujer que encarna a Sarah Lark, para publicar las novelas de paisajes,
Ricarda Jordan para el género histórico o Elisabeth Rotenberg.
Incluso Agatha
Christie, la maestra del género misterio-policiaco, cambió de identidad y dio
vida a Mary Westmacott para publicar seis libros de literatura romántica. Un
género tan distinto al habitual que podía levantar desconfianzas en el lector.
Algunos de ellos
se dejaron llevar por la estética o la sonoridad del nombre. A Gabriela Mistral
le resultaba más atractivo este nombre que el de Lucila de María del Perpetuo
Socorro Godoy-Alcayaga, que era con el que había sido bautizada y que resultaba
más conciso y fácil de recordar.
En el caso de
otros autores, el cambio obedecía a la necesidad de ocultar su identidad y no
ser reconocidos. Pablo Neruda, cuyo nombre real era Ricardo Neftalí Reyes
Basoalto, ante la mala reputación que por aquel entonces tenía el oficio y la
molestia que le causaba a su padre, optó por ahorrarle el mal trago a la
familia.
Clarín |
La pudorosa Jane
Austen sólo se atrevió a revelar su verdadero nombre y abandonar el pseudónimo
de Ashton Dennis cuando vio su trabajo
reconocido. Nunca quiso que la asociaran al oficio e incluso escribía en
secreto. El verdadero nombre de
Lewis Carroll, autor de la famosa obra Alicia
en el país de las maravillas, fue Charles Lutwidge Dodgson que ocultó por
timidez para no ser reconocido. Como tampoco lo quiso ser Leopoldo García-Alas
y Ureña, Clarín, que debido al contenido crítico de sus artículos publicados en
un periódico estimó necesario ocultar su verdadera identidad y protegerse de
las futuras represalias.
La palma se la
lleva Stephen King que tras convertirse en un autor muy conocido creó a su
alter ego Richard Bachman por recomendación de sus editores llegando incluso a
crear una ficticia rivalidad entre ellos. Cuando fue descubierto optó por declarar su muerte
y confesar su doble juego.
Doris Lessing |
Muy curioso es el
caso de la recientemente desaparecida Doris Lessing, que en 1984 escribió dos
novelas como Jane Sommers, las cuales fueron rechazadas por sus editores
habituales. Logró publicarlas pero apenas consiguió vender ejemplares. Según
ella misma confesó fue fruto de un experimento para demostrar las dificultades
de entrar en el mercado editorial para los autores noveles.
El último caso
que hemos conocido últimamente y que ha causado cierto revuelo es el de la
británica J.K. Rowling que publicó El
canto del cuco con el nombre de Robert Galbraith y cuya identidad real se
hizo oficial supuestamente debido a una filtración. Muchos apuntan que esto
obedece a una estrategia comercial ya que la novela había vendido tan sólo unas
cuantas copias antes de conocerse la verdad.
En mi caso el nombre no supone un hándicap que me derive
a no leer una novela en concreto si previamente no conozco a su autor pero si
reconozco que asocio cierto tipo de literatura a ciertos nombres. No creo que
sea cuestión de prejuicios sino de afinidad a estilos o ciertos géneros. Lo normal es que si un libro de un
determinado autor nos gusta buscaremos historias de nuestro interés entre el resto
de sus publicaciones para obtener algo parecido.
Por ejemplo, habitualmente asociamos el Chick lit a
escritoras, son libros escritos por mujeres y para mujeres y fácilmente identificables.
¿Leeríamos un thriller escrito por Marian Keyes o Sophie Kinsella? ¿O confiaríamos
en el lado romántico de Stephen king?
Otra cuestión que me parece interesante es en el éxito inmediato
que tienen las novelas publicadas por autores consagrados. Publiquen lo que
publiquen se colocan en lo más alto de las listas de ventas y ciertos medios no
se atreven a criticarlas. ¿Será que el éxito llama al éxito como dijo Doris
Lessing? ¿Sobrevaloramos las novelas cuando el autor tiene una trayectoria
sólida?
Y a vosotros ¿Qué pensáis de todo esto?¿Os influye de
alguna manera la sonoridad del nombre a la hora de hacer una elección?¿Desconfiáis cuando un autor cambia de género?