domingo, 9 de octubre de 2011

Fragmento de El club de la buena estrella - Amy Tan




"El club de la buena estrella" es una novela que me encanta y sobre todo este pasaje, en el que vemos como actúa la humildad frente al egoismo. Y como nos viene a contar que los mas dispuestos al final consiguen las mejores cosas.

Mi madre había invitado a la cena de Año Nuevo a sus viejos amigos Lindo y Tin
Jong. Sin necesidad de preguntárselo, yo sabía que vendrían también los hijos de los
Jong: Vincent, de treinta y siete años, que vivía aún en casa de sus padres, y su hija
Waverly, más o menos de mi edad. Vincent telefoneó para preguntar si podía llevar a
su novia, Lisa Lum. Waverly dijo que iría con su nuevo prometido, Rich Shields, quien,
como Waverly, era abogado especializado en tributación y trabajaba en Price
Waterhouse. Añadió que Shoshana, su hija de cuatro años, habida en un matrimonio
anterior, quería saber si mis padres tenían vídeo para ver la película
que se aburriera. Mi madre también me recordó que debía invitar al señor Chong, mi
antiguo profesor de piano, que aún vivía a tres manzanas de distancia, en nuestra
casa anterior.
Entre los invitados, mis padres y yo sumábamos once personas, pero mi madre
sólo había contabilizado diez, pues para ella la pequeña Shoshana no contaba, por lo
menos como consumidora de cangrejo. No se le había ocurrido que quizá Waverly
pensara de otro modo.
Cuando pasaron alrededor de la mesa la fuente de humeantes cangrejos, Waverly
fue la primera en servirse y eligió el mejor crustáceo, el más brillante y rollizo, que
depositó en el plato de su hija. Luego eligió el mejor de los restantes para Rich y cogió
otro buen ejemplar para ella. Y como había aprendido de su madre esta habilidad de
escoger lo mejor, era muy natural que la señora Jong supiera elegir los mejores
cangrejos que quedaban para su marido, su hijo, la novia de éste y ella misma. Y mi
madre, naturalmente, examinó los cuatro últimos cangrejos y ofreció el que parecía
mejor al abuelo Chong, porque tenía cerca de noventa años y se merecía esa clase de
respeto, y luego eligió otro bueno para mi padre. Quedaron, pues, dos cangrejos en la
fuente: uno grande, de color naranja desvaído, y el número once, el de la pata
arrancada.
Mi madre agitó la fuente delante de mí.
—Cógelo, ya está frío —me dijo.
Desde aquel día de mi cumpleaños en que vi el cangrejo hervido vivo, no era muy
aficionada a ese manjar, pero sabía que no podía rechazarlo. Las madres chinas no
expresan el amor que sienten por sus hijos con besos y abrazos, sino con severos
ofrecimientos de budín al vapor, menudillos de pato y cangrejo.
Pensé que lo correcto sería tomar el cangrejo al que le faltaba una pata, pero mi
madre gritó:
—¡No! ¡No! Cómete el grande. Yo no podría terminarlo.
Recuerdo los ruidos que hacían todos, quebrando los caparazones, chupando la
carne de cangrejo, rebañando los restos con las puntas de los palillos... y el silencio de
mi madre. Fui la única que reparó en que abría el caparazón, husmeaba el cuerpo del
cangrejo y se levantaba para ir a la cocina, con el plato en la mano. Regresó sin el
cangrejo, pero con más cuencos de salsa de soja, jengibre y cebolletas.
Y entonces, ya con los estómagos llenos, todos se pusieron a hablar por los codos.ddad